De verdad
que me siento afortunado, porque aún no he perdido la capacidad de disfrutar de
ciertas cosas sin necesidad de que me aporten nada más allá del propio
disfrute. Es bastante común en la crítica cinematográfica encontrarse con
argumentos del tipo “es simplemente entretenida” para denostar una película o
señalar su presunta mediocridad. Pues no sé, pero si alguien me pregunta qué
tal estoy y yo le digo “Bueno, simplemente contento”, igual me merezco la
hostia que me atice.
Vamos a
ver; que ponerse estupendo es gratis y además da prestigio en según qué
entornos, pero no nos pasemos. Si me dan algo de comer y está bueno, objetivo
cumplido. Ya sé que no todo lo que está bueno es nutritivo o saludable, pero ya
soy mayor para decidir y no tengo que demostrarle nada a nadie. Quédese usted con
el dignísimo brócoli y ya me como yo el simplemente
sabroso risotto.
Llevo
media vida defendiendo películas como Parque Jurásico (Steven Spielberg,
1993) o Desafío total (Paul Verhoeven, 1990) frente a ceñudos cinéfilos
que las tildaban de simples entretenimientos,
como si eso fuera un delito contra la inteligencia. Quien visite esta página a
menudo ya conoce lo abundante y ecléctico de mi gusto cinematográfico, y habrá
comprobado que desde mi perspectiva no es incompatible la admiración por las
obras de gran calado artístico o intelectual con la reivindicación de un tipo
de cine que es el que mantiene las salas abiertas y el que provoca que los más
jóvenes (aun disponiendo de cientos de alternativas domésticas y portátiles)
puedan seguir descubriendo la sensación impagable de contemplar un espectáculo
en un pantallón gigante y con un sonido digno de Richter.
Así que,
en una época donde proliferan los Transformers, los Gi-Joes y los héroes de
Playstation al servicio de películas de tres horas en las que no hay nada que
no se haya visto ya en el tráiler, celebro con aplauso y reverencia una
película como Jurassic World (Colin Trevorrow, 2015), en la que la sombra de
su productor Steven Spielberg se cierne para bien sobre una historia que ya nos
sabemos, interpretada por unos actores que no recibirán premios… ¿y qué?
Despistados del mundo: aquí lo que importan son los dinosaurios, hombre. Y el
sonido, que es brutal (en el sentido auditivo y también en el animal), y ese
manejo tan spielbergiano de cómo y cuándo te muestro cada cosa (aquí sí, el tráiler
es lo que debe ser: un aperitivo), y un concepto de la acción que se basa en
mover a los personajes y no en ponerse histéricos en la sala de montaje, y la
música de John Williams, que es simplemente
cojonuda. Se nota que detrás de este proyecto claramente orientado a la
hiperactividad taquillera hay sin embargo un padrino que domina como pocos las
suertes de la sugerencia, el crescendo y la estructura narrativa eficaz, y que
además sabe poner un ojo en el siglo XXI (la reconversión del Jurassic Park
original en un parque temático ya justifica la secuela) y otro en los cánones
del cine clásico (y no lo digo sólo por la hitchcockiana secuencia de los
pterodáctilos, que es una obviedad; repasad la filmografía de Spielberg y
comprobad cómo Tiburón, E.T. el extraterrestre o En busca del arca perdida, por citar
sólo tres, ya estaban hechas para ser
inmortales).
Si sois de
los que buscáis verosimilitud y profundidad hasta en el guion de una peli
porno, olvidaos, claro. Luego no me vengáis protestando. Pero si en vuestra
agenda de alternativas de ocio el cine está en la misma categoría que el baile,
las tapas o el parque de atracciones, quizá no os vaya tan mal.
Tiene su
gracia que una película como Mad Max (George Miller, 1979), que en su estreno hace más de 30 años fue clasificada
como “S” (es decir, prohibida a menores de 18 años por su alto contenido
violento), se resucite ahora en una versión pasada por el botox del efecto
digital y la silicona del 3D, y además en calidad de blockbuster para petar las salas de adolescentes o aun mocosos.
Cierto es
que esta actualización del guerrero de la carretera apocalíptica es menos
sórdida. Hay hostias desde el minuto uno hasta el último, pero aquí las
hemorragias y las amputaciones se ven principal y estratégicamente eclipsadas
por las abolladuras y las explosiones. Sufren las carrocerías y los motores; no
tanto las pieles y los huesos (al menos a la vista del espectador). También
ocurre (una vez más, y van nosecuántas) que las virguerías informáticas
resultan mucho menos efectivas que los trucos de maquillaje a la hora de
recrearse en la truculencia. No pasa nada por decirlo. No somos ningunos carcamales
por aceptar que los efectos digitales son a menudo la versión 2.0 del cartón
piedra (con el que tanto nos hemos ensañado en otros tiempos), y que hay
determinados decorados virtuales que parecen salidos del mismo pincel que
perpetró el remake del Eccehomo de Borja. No es el caso de este nuevo Mad
Max. Furia en la carretera, ojo. La parte digital es resultona; sólo
digo que se parece más a un videojuego que a aquel filme original que algunos
veneramos por haberlo visto casi a escondidas y al margen de la ley, por así
decir.
Similar es
el caso del nuevo Poltergeist (Gil Kenan, 2015). Sinceramente, creo que era una
película para no tocarla. Cuando una obra se consolida como un clásico (con qué
gratuidad empleamos este término, por cierto)
es porque ya ha demostrado su condición de atemporal y aun eterna
(clásico, aunque muchos crean lo contrario, no significa “antiguo”; menos aún,
“anticuado”). No me vale lo de que si los miedos de ahora no son los de antes y
todo eso, porque la película que parieron Tobe Hooper y Spielberg en los 80 iba
de los miedos de siempre, no de modas pasajeras. Incluso el apartado técnico, donde
quizá podría entenderse la maniobra de actualización, no sólo se sostiene
pasados los años, sino que, en mi opinión, pierde efectividad con el filtro
digital del remake. En resumen, menos zombis, menos chicha, menos trama. Hay
algún susto, y puede que quien no conozca la película original pase su mal
ratillo y todo, pero la sensación general es como de terror pasteurizado. Se la
podían haber ahorrado.
De It
follows (David Robert Mitchell, 2014) había leído auténticos
panegíricos, y no es que la película no merezca elogios; es más bien que me ha
dejado un poco a medias. O sea, como experiencia cinematográfica, un placer,
una auténtica excepción dentro de un panorama saturado de insidiosas casas
encantadas y poco más. Parte de una idea original y sugerente (el mal que se
contagia como si fuera una enfermedad venérea), pero que habría necesitado algo
más de combustible para aguantar firme todo el recorrido. En la segunda mitad
de la película ya me lo sé todo, y me encomiendo a un desenlace que presumo
impactante, pero que no llega. Por si fuera poco, el director elige una piscina
como escenario para su clímax, y uno no puede evitar acordarse de la secuencia
final de la que es probablemente la mejor película de terror que se ha hecho en
lo que va de siglo, la soberbia Déjame entrar (Thomas Alfredson, 2008).
Aun así, celebro que no sea el enésimo slasher
disfrazado de enésima renovación del género, ni tampoco el delirio de un friki
con ínfulas de filósofo posmoderno (que nadie se engañe: el cine fantástico y
de terror genera más esnobismo que el cine de autor europeo). También agradezco
casi hasta las lágrimas que alguien se esfuerce en transmitir el miedo en plano
general y diáfano, sin recurrir al marrullero y ya cansino recurso del montaje
sincopado como sinónimo del lenguaje pesadillesco. Que no. Que eso ya no da
susto. Es una pena que no se haya aprovechado al máximo una idea tan buena y
una dirección tan brillante. A ver cómo le sale la próxima, que el chico
promete.