Pues
sí. Reconozco que fui uno de los que celebró con aspaviento la iniciativa de
Renfe de habilitar “vagones silenciosos” en los trenes AVE. Al conocer la
noticia exclamé cosas como “¡Por fin!” o “¡Ya era hora!”, bailé con desparpajo
tribal y bañé mi algarabía en vino espumoso.
Bueno,
igual no tanto; pero ya me entendéis.
El
caso es que, días después, asimilado el impacto y superada la resaca, me di
cuenta de que lo que había celebrado como una victoria era en realidad la
evidencia de una derrota. Si Renfe ha tenido que tomar la medida de aislar en
vagones independientes a los que queremos ir leyendo o hablando bajito en el
tren es porque ha claudicado ante los que imponen la ley del estruendo frente a
la más razonable y respetuosa ley del silencio.
De
este modo, en lugar de castigar a los becerros, horteras, maleducados y
tocacojones que infectan el espacio con sus exabruptos y politonos, la empresa
ferroviaria nos ha concedido, como mal menor, la posibilidad de marginarnos en
convoyes especiales. Menos es nada, desde luego, y bienvenida la ocurrencia
(aunque de vez en cuando haya que recordarle a algún botarate, aun dentro del
mismo vagón específico, el significado de la palabra “silencio”). Pero si se
piensa detenidamente da pena; y un poco de asco también. Porque lo que este
panorama demuestra es que el viajero silencioso es una excepción, como si se
tratara de un gourmet o un apestado, cuando a quienes habría que apartar (es
una forma suave de decirlo; a algunos yo los tiraría del tren en marcha) es a
toda esa caterva de escandalosos cenutrios que se empeñan en compartir con el
mundo sus absurdas conversaciones y sus desquiciantes ruiditos cibernéticos.
Y lo peor es que
la plaga no se limita tan sólo al tren y otros medios de transporte. Ya no se libran
ni el cine ni el teatro ni, por supuesto, la playa. Nos hemos pasado toda la
vida quejándonos de los lolailos que iban con el radiocasete al hombro
espantando gaviotas a golpe de rumba, para llegar al siglo veintiuno y
contaminar las costas a base de ese reggaetón corrosivo, vía smartphone o
tableta, que ríase usted del chapapote. Supongo que el walkman es de cobardes;
ahora nos ponemos auriculares para hablar por teléfono mientras caminamos, pero
cuando se trata de oír una canción o ver un vídeo, que se joda el del asiento o
el de la toalla de al lado (o que se tape los oídos, el tío soso).
Por otra parte, me
sorprende la cantidad de gente que aparenta desconocer la diferencia entre un
balneario y un parque de atracciones acuáticas. Se va uno a un lugar donde se
supone que reina la calma y al que sus visitantes acuden presuntamente en busca
de relax, y lo que se encuentra un día sí y otro también son simulacros de
despedidas de soltero en remojo e incomprensibles competiciones de graznidos. Y
pobre de ti si se te ocurre chistar o llamar la atención educadamente. El
aludido, poseído por eso que podríamos denominar “dignidad de reality show”, se
ofenderá y se defenderá diciendo algo del tipo “Yo soy así, y al que no le
guste, que se aguante”. Si supiera lo que significa para mí ese “así” (o “asín”,
en su idioma)…
A este paso,
tendrán que crear también “habitaciones silenciosas” en los hospitales, o
directamente hospitales del silencio. Hasta hoy, los cementerios parecen
continuar a salvo, pero no nos confiemos. La iLápida o el nicho multimedia
están al caer.
Palabras al
viento, palabras al carajo. Bla bla bla. Os invito a que probéis a experimentar
el fenómeno en una conferencia o acto público cualquiera. Mientras el ponente
esté hablando, no dejarán de sonar musiquitas y tonos de llamada, gran parte
del público no tendrá pudor en contestar, y eso sumado a las conversaciones
paralelas que sin duda se irán sucediendo a lo largo y ancho de la platea
durante el tiempo que dure la ponencia. Ahora bien, terminada la charla, cuando
el conferenciante ofrezca o aun suplique al respetable que haga sus preguntas o
aporte sus ideas, ja ja, me parto: no hablará ni dios.
En fin. Ya se sabe
que los novelistas tenemos una relación peculiar con el silencio. Lo necesitamos
como coraza para que el mundo real (ese bicho feo que huele a hipoteca y
telediario) no clave sus garras en nuestra idealizada criatura de ficción.
Aunque no siempre es el silencio mismo la mejor defensa. De vez en cuando hay
que atacar al ruido con más ruido, por ejemplo una música que anule el efecto
del rumor ciudadano y sea al mismo tiempo tan discreta como para no enredarse
con la prosa en su esforzada travesía hacia el punto final.
Aquí una
instantánea silenciosa de la típica pausa en la que el artista baja de su torre
de marfil y se ausenta del teclado para rebajarse a ese placer mundano conocido
como merienda.
Y aquí, un clásico
de los 90. Disfrutad del silencio, si podéis.