Cuando os asoméis a estas
líneas, yo estaré literalmente en la Patagonia, disfrutando de un placentero
interludio antes de decirle hasta siempre al 2014.
Volveré a patear estas
callejuelas internáuticas a comienzos del nuevo año, y, como ya os
prometí/amenacé, iré dando cuenta en esta bitácora de algunos de los momentos
vividos en paralelo a la creación y escritura de mi nueva novela. Será como una
mezcla entre el making-of y las tomas
falsas. No voy a cometer la desfachatez de llamarlo diario porque sería mucho pedir que cada día vaya a tener algo
medianamente potable que compartir. Se hará lo que se pueda.
Por lo pronto, desde ya mismo
os conviene saber que esta nueva historia que me traigo entre manos sucede en
el tramo que va desde el verano de 1979 hasta el mes de noviembre de 1980. La
primera consecuencia (¿o debería llamarla secuela?) de ello es que llevo ya
meses revisando documentación impresa y audiovisual de la época, viendo
programas, películas y documentales, leyendo algunas crónicas y biografías,
aparte de otros libros más o menos relacionados con el contexto, y he de decir
que lo que uno descubre no siempre es deslumbrante en sentido estricto, pero
por otra parte sería un necio si negara que el rescate de ciertas vivencias y
personajes me ha convertido en algo cercano a un adicto de eso que se ha dado
en llamar el placer culpable.
Igual que cuando uno se pasea
por un rastrillo husmeando entre la mercancía de los puestos sin una idea concreta
de lo que quiere (si es que siempre quiere algo, que esa es otra), este viaje
retrospectivo me va surtiendo de cierto material, quizá inútil para mis primitivos fines literarios, pero al mismo tiempo impagable como pasatiempo y como testimonio de
que no hay nada más temerario que idealizar el pasado por el solo hecho de ser
pasado.
Un simple aperitivo. Si pensáis que Paquirrín pinchando discos da miedo, esperad a ver esto. Por increíble
que os parezca ahora, existió. Otra cosa es que no queráis recordarlo:
Hasta el año que viene. Salud.