Ya os
habréis fijado en que, últimamente, la publicidad de algunas películas va
acompañada del término feel-good movie
(y dale anglicismos por la patilla), que viene siendo eso más coloquial de
“peli de buen rollo”. Obras así han existido toda la vida, y de hecho
acostumbran a ser bien recibidas por el público (no tanto por la crítica ni por
la cinefilia más ceñuda), que las premia en los festivales y las mantiene
durante meses en las carteleras a base del marketing alternativo conocido como
boca-oreja. Pensad en Los chicos del coro,
en Full Monty, en El hijo de la novia; o, más
recientemente, en Intocable o en Ocho apellidos vascos.
Pese a
que no hablemos, por tanto, de un fenómeno extraño o novedoso, da la impresión
de que estos tiempos de convulsión financiera y telediarios apocalípticos han
incrementado la demanda de buenrollismo en pantalla. El ejercicio de evasión que
supone acudir a una sala de cine se ha convertido para mucha gente en un
intento literal de escapatoria de la realidad. No se trata tan sólo de
disfrutar con una historia que te atrape o te mantenga intrigado. Lo que buena
parte de la audiencia reclama hoy por hoy es que esas historias, además de
evasivas, sean por encima de todo lúdicas y desengrasantes; fuera tragedias,
horrores y truculencias. Y aunque en mi caso nada ha cambiado y sigo
disfrutando de todos los géneros y propuestas, no puedo negar que el número de
personas a mi alrededor que se han abonado en exclusiva al modelo feel-good movie ha crecido de forma
considerable.
Con ese
deseo de alegrar y contagiar buena onda se estrenó Amanece en Edimburgo (Dexter
Fletcher, 2013), un musical atípico y a la vez resultón, cuyo punto flaco de
cara a su comercialidad era la ausencia de espectacularidad y de pompa
hollywoodiense. Una película amena que nadaba entre la orilla de la honestidad
típica del cine independiente británico y la simpática desfachatez que ya
probara el cine español con El otro lado
de la cama (Emilio Martínez Lázaro, 2002) y su secuela, incluido ese
reparto en el que se alternan los actores que cantan con los que dan el cante.
Quizá demasiado naif y azucarada en su intento de ondear la bandera del buen
rollo, pero sólo por la música de The Proclaimers y la interpretación de Peter
Mullan ya merece la pena el intento.
Mucho
más inspirada, hasta el punto de ser la mejor sorpresa del verano
cinematográfico, es Begin Again, donde su director, John Carney, sin abandonar la
fórmula de su anterior y exitosa Once,
cruza el charco y traslada a Nueva York lo que tan bien le funcionó en Dublín.
La música como banda sonora, pero también como argumento y como medio de vida,
como negocio y como forma de expresión. Porque en Begin Again, como en su pariente no tan lejana The Commitments (Alan Parker, 1991), la música está integrada en la
lógica narrativa de la historia y no supone (como en los musicales clásicos al
estilo Broadway) una ruptura de los cánones de la realidad. Las canciones se
interpretan en un bar o en un concierto, en un ensayo o en la ducha, o bien son
escuchadas en la radio o en un reproductor MP3. Pero esto no quiere decir que
Carney carezca de sutileza o de sentido poético. Secuencias como la del
productor imaginando los arreglos o la conversación sobre cómo la música puede
manipular la banalidad hasta convertirla en emoción son una muestra del talento
de este director irlandés para llegar al corazón por la vía de la sencillez.
Carney sigue apostando además por los buenos sentimientos antes que por los
buenos resultados, y eso se nota tanto en la manera de contarnos la relación
entre padre e hija como en el desarrollo de la amistad entre la pareja
protagonista. Números musicales con fuerza, como el del callejón con los chavales o el de la terraza, y una mirada optimista a la transformación del negocio musical en relación con los nuevos canales y tecnologías de la comunicación. Buen rollo con naturalidad y sin peligro para los diabéticos. El
reparto se gana el sueldo, en especial un Mark Ruffalo espléndido como casi
siempre, y cuyo trabajo, me temo, no será reconocido como se merece (por mucho
menos a algunos los han nominado al Oscar, y hasta se lo han dado).
Y
rozando los estertores de este verano que en realidad ya nació muerto (vaya
tiempo de mierda) ha llegado #Chef, de Jon Favreau, quien, tras
llenarse los bolsillos con su cachonda visión del superhéroe Iron Man (y
patinar con la estrafalaria Cowboys &
Aliens; ¿a quién se le ocurre?), le pone un par de alforjazas y se planta
delante y detrás de la cámara para, en cierto modo, regresar a sus orígenes indies. Digo en cierto modo porque, como
listo que es y bien relacionado que está, se rodea en su nueva película de
rostros y presencias que, sin eclipsar a su personaje, otorgan a los
secundarios una categoría superior a la media. Dustin Hoffman le pone carisma y
solvencia, Scarlett Johanson encanto y sensualidad, John Leguizamo
campechanería y salsa picante, Oliver Platt arrogancia y cinismo, Robert Downey
Jr. le pone Robert Downey Jr. (un cameo socarrón y canallesco, marca de la
casa) y Sofía Vergara intenta cubrir con su voluptuosidad latina los límites de
su registro interpretativo. Todo bien cocido y condimentado para ser degustado
en una comida familiar, igual que en las recetas del chef que da título a la
historia, aunque no sea ésta en realidad una película sobre la gastronomía,
sino más bien sobre la tecnología. Y digo bien. Las redes sociales y el poder
(a veces involuntario) que conceden tanto para encumbrar como para destruir al
prójimo son el tema principal, por encima de los fogones y las recetas. Y
luego está la fiebre por salir retratado en la red, por hacerse un selfie o contarlo todo a cada instante… Si La red social (David Fincher, 2010)
trataba sobre Facebook, se puede decir que #Chef
trata sobre Twitter (fijaos en la almohadilla del título; no es casualidad).
Más o menos una mezcla entre Ratatouille
(Brad Bird, 2007), Fuera de carta
(Nacho G. Velilla, 2008) y La camioneta
(Stephen Frears, 1996), sin riesgos dramáticos y quizá excesiva en su afán buenrollista,
pero al tiempo agradable y luminosa, entretenida y con un niño espabilado que,
por una vez (aleluya), no es repelente.
Ahora
espero con gran expectativa el estreno de El
niño, de Daniel Monzón, que desde luego no será una feel-good movie. Pero no os preocupéis, porque el peatón cinéfago
seguirá alimentándose de dulce, amargo, salado o ácido, y a la que detecte
material buenrollero digno de mención, os mantendrá informados.
De nada.