Ellos parecen iguales; nosotros lo somos
Por muy cateto que
suene en pleno siglo veintiuno, distinguir a un ciudadano chino de uno japonés
sigue siendo una asignatura pendiente para la mayoría de los occidentales.
Distinguirlos físicamente. Y esto incluye también a coreanos, filipinos o
tailandeses.
Parece que sólo hemos
sido capaces de diferenciarlos en una cosa: la comida. O, para ser más exacto,
los restaurantes.
Cualquiera que haya
viajado a China o Japón (no es mi caso) te confirma lo que ya sospechabas: lo
que comen los nativos de ambos países no se parece mucho a lo que nos dan de
comer en sus restaurantes a los que vivimos a este lado del mapa. Por ejemplo,
el tipo de local chino que tenemos como modelo se inspira más en las múltiples
Chinatowns norteamericanas que en los barrios genuinos de Pekín o Shanghai. El
chino, además, constituye el estamento menor dentro de la hipotética jerarquía
culinaria oriental. Esto fue siempre así —los restaurantes
tailandeses, japoneses o coreanos eran supuestamente más distinguidos: como
mínimo, más caros—, pero nunca hasta hoy había sido testigo de un fervor tan
desmesurado hacia la comida japonesa; una adoración, desde mi punto de vista,
exagerada, y que además va camino de sucumbir a la contradicción y morir de
éxito, como cualquier otra moda.
Yo no voy a cuestionar (mi paladar es plebeyo) que en
igualdad de condiciones una cocina supere a la otra. Puede que, en términos de
cultura gastronómica, el mejor restaurante japonés sea superior al mejor
restaurante chino, de igual manera que la mejor trattoria cotizará siempre por
encima de la mejor hamburguesería. Pero, vamos, no me digáis que cualquiera de
los cientos de miles de millones de japos que han brotado como hongos por
nuestras calles son siempre mejores que cualquiera de los cientos de miles de
millones de chinos que brotaron en su momento y también abundan por la ciudad.
Menos aún si son franquicias con aire de pastiche, porque la fast-food también ha invadido el
territorio japonés; así son las cosas.
Lo más asombroso, de todas formas, es que la supremacía
del sushi no abarca tan sólo el territorio acotado por la Gran Muralla, sino
que avanza cual caballo de Atila e irrumpe en las cocinas de nuestro continente
conquistando perolas y fogones. En el escenario actual, el wok se ha colado en
la agenda del menú del día y el maki le ha quitado el puesto al dátil envuelto
en bacon en los caterings y los aperitivos de boda, por no hablar de la
claudicación del oficinista medio contemporáneo ante la rústica incomodidad de
los palillos (en el chino, se pide tenedor, pero en el japo… antes muerto que
sencillo). Si es una venganza contra occidente por lo de Hiroshima, lo
entiendo. Porque la comida no está mal, no me refiero a eso. Lo que me ocurre es
que si me vendan los ojos puedo tragar por chino lo que es nipón, y viceversa;
y, cuando no sucede eso, la diferencia no es cualitativa, sino simplemente
gustativa.
En fin. Ya vendrán otros tiempos, el vodka sucederá a la
ginebra y la cocina india a la japonesa, y después llegarán el ron y los
restaurantes kosher, o el anís y el pote gallego. Lo mejor de todo es que tanto
los abducidos como los apóstatas serán los mismos. La moda es eso. Fijaos que
hasta quienes presumen de su posición alternativa o contestataria terminan
cediendo también a consignas de estilo. Las personas que pertenecen a los
llamados grupos antisistema suelen vestirse y peinarse y calzarse de una manera
particular y reconocible; lo hacen para distinguirse de nosotros, pero al mismo
tiempo se están igualando entre ellos. Se comportan, en suma, igual que las fashion victims: como una minoría
uniformada.
Y sí, tal vez la cocina china no tenga nada que hacer
frente a sus vecinas en la Liga de los gourmets y la Champions de las estrellas
Michelin (ojo: eso decíamos de los gin tonics hace nada, que eran de segunda
división al lado de los whiskies y los bourbons), y, por supuesto, prepárate
para devolver el carné de modelno si
te pillan entrando a comer en un restaurante chino. Ahora bien, en cuanto a
posibilidades narrativas, no hay color. Lo avalan desde Santiago Segura hasta
Michael Cimino: si te quieres montar una buena película, elige el chino.
Llámame Chino
Los restaurantes chinos no tienen nombre. Ya, de acuerdo, hay como cien mil que se llaman La Gran Muralla, pero no se trata de eso. Yo me refiero a que siempre decimos “Vamos a comer al chino”, y da igual que se llame Jardín Pekín, La casa de Lee, El loto azul, El Pato Feliz o Los cojones de Mao. Es siempre “el chino”. El chino del barrio, el chino de la plaza, el chino del centro comercial, el chino de la calle tal o cual.
Los restaurantes chinos no tienen nombre. Ya, de acuerdo, hay como cien mil que se llaman La Gran Muralla, pero no se trata de eso. Yo me refiero a que siempre decimos “Vamos a comer al chino”, y da igual que se llame Jardín Pekín, La casa de Lee, El loto azul, El Pato Feliz o Los cojones de Mao. Es siempre “el chino”. El chino del barrio, el chino de la plaza, el chino del centro comercial, el chino de la calle tal o cual.
Alguien debería
decirles a los inmigrantes de aquel país que no hace falta que se esfuercen
(bueno, tampoco es que se maten a pensar, la verdad); que no es necesario que
bauticen sus negocios de restauración, del mismo modo que los bazares pueden
denominarse Todo a un euro sin que
nadie reclame un nombre propio para reconocerlos.
Sobre los
restaurantes chinos hay infinidad de mitos y leyendas urbanas. No voy a ahondar
en las más escabrosas, tranquilos. Voy a obviar la considerable retahíla de
anécdotas, ciertas o inventadas, acerca de cuerpos extraños o sustancias
sospechosas, de animales intrusos en la ensalada o de especies zoológicas más
propias de cloacas que de carnicerías.
Olvidándonos de lo
más morboso, uno de los tópicos sobre los restaurantes chinos que más gracia me
ha hecho siempre es el que podríamos denominar como el síndrome de la saciedad
engañosa o de la saturación precoz. Me explico: no sé si os suena eso de que
“Si comes en un chino, al poco rato vuelves a tener hambre”.
Dejando al margen la
circunstancia de que se conocen casos de personas que no han vuelto a probar
bocado en varios días después de haber comido según qué cosas en un restaurante
chino, lo cierto es que no sé de dónde puede venir semejante creencia, la de
que la comida oriental quita el hambre al instante, aunque no logra espantarla
del todo. Confieso que, aunque no comparto dicha afirmación como algo
categórico, sí que me provoca, como mínimo, ciertas dudas. Yo diría que, por
lógica, debería ocurrir justo lo contrario. Teniendo en cuenta que la mayoría
de los restaurantes chinos son más baratos que los de otras nacionalidades,
esto nos tendría que dar la oportunidad de comer más cantidad de platos, de
llenar la barriga a base de arroz, pasta, verduras, carne, mariscos, frutas y
el licor ese con el que bañan a los lagartos, para quedar ahítos y sin ganas de
echarnos nada al gaznate hasta el día siguiente.
Sin embargo, es
cierto que los ágapes del chino nunca son como una boda de pueblo o una muestra
de matanza castellana, y que, por extrañas razones que nunca he logrado
adivinar, uno puede sentirse francamente lleno tras haber almorzado o cenado en
un chino, pero jamás se alcanza el grado de abotargamiento que sí nos puede
dejar un banquete convencional con productos de nuestra tierra. (A ver si al
final va a resultar que la comida china es más sana y delicada con nuestro
organismo, y por eso se evapora nada más tragarla.) Es un enigma, no cabe duda.
Por ello, creo que lo mejor es seguir como estaba, es decir, en la más pura
ignorancia, sin plantearme cuestiones como de qué estarán rellenos realmente
los rollitos de primavera o qué son esos filamentos marrones y pringosos que le
ponen a la salsa de la ternera… Como dijeron Edgar Allan Poe y el novio de
Carmen de Mairena: “Prefiero el misterio”.
Caso aparte es la
ambientación musical, ese clin-clin monocorde como de joyero de mesilla o de
vaivén cascabelero, que unido al gorgoteo de la fuente artificial que tampoco
puede faltar como parte de la decoración, le acaba a uno perforando el tímpano
y crispando la vejiga.
No digo yo que pongan
a los Sex Pistols mientras se come, pero un poco de originalidad tampoco les
vendría mal. En vez de perder el tiempo pensando un nombre que nadie va a
utilizar, podrían replantearse lo del repertorio musical. Es una idea.
3 comentarios:
Me encanta. Ciertamente si recuerdo tus ojos por la mañana, creo que podrías poner un restaurante chino con música modenna y colodros como colofón. ;)
Ve pensando un nombre para el restaurante y lo montamos ;)
Jajajaaaaa, me he partido con tus reflexiones sobre los chinos y los japos-¡Qué razón tienes!Yo me resistí a la comida japonesa tal y como me la vendían mis amigos modelnos (pues es sosa, no es para tánto,si no"la mojas", no sabe a nada, etc, etc.)pero ya he caído en la tentación y ahora soy la caña haciendo sushi, no te digo...
Y sobre lo "de ir al chino" suscribo todo lo que dices,jopé,anda que no somos tontos...
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