¿Qué está pasando? ¿Por qué está el
mundo como está? ¿Qué hemos hecho? ¿En qué nos hemos convertido? Ojalá tuviera
las respuestas. A falta de ellas, existe al menos la oportunidad de evadirse
sin perder el foco de la realidad. Eso mismo he experimentado en poco más de
una semana gracias a un par de películas y un libro. El lobo de Wall Street, de Martin Scorsese; La gran belleza, de Paolo Sorrentino, y Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, componen, cada
cual a su manera, un tríptico impagable y mucho más ilustrativo que cualquier
arenga de político o soflama de tertuliano.
El hombre (rico) es un lobo para el hombre (pobre)
Si el Infierno fuera una película,
estaría dirigida por Martin Scorsese. Y si el Paraíso fuera una película…
también. El creador de obras como Toro
salvaje, Uno de los nuestros, Taxi driver, Casino, La edad de la
inocencia, El rey de la comedia, After hours, El cabo del miedo, El color
del dinero, Malas calles o La invención de Hugo (casi nada) es el
mejor abanderado de aquello que llamaron el Nuevo Hollywood, una pandilla de
cineastas que en la década de los 70 del siglo pasado demostraron que las inquietudes
del cine de autor eran perfectamente compatibles con la esencia lúdica y
espectacular del Hollywood de toda la vida. A esta generación (retratada con
todo detalle en el libro Moteros
tranquilos, toros salvajes, de Peter Biskind) pertenecen de forma,
digamos, “oficial”, directores como Francis Ford Coppola, Steven Spielberg,
Brian de Palma, George Lucas, Warren Beatty o Terrence Malick, compartiendo
oficio y nicho histórico con otros grandes de las últimas décadas como Woody
Allen, Sidney Lumet, Clint Eastwood o Sidney Pollack.
Dejando a un lado gustos y preferencias
personales, creo que Scorsese ha sido de todo el plantel el que ha fusionado
con mayor acierto lo mejor de ambos conceptos, la parte artística con el
entretenimiento, los trasfondos con la pirotecnia, la virtud narrativa con la
pericia técnica (aparte de haber aplicado su talento fuera del séptimo arte con
óptimos resultados: sus documentales sobre estrellas del rock, el videoclip Bad de Michael Jackson, el anuncio de
Freixenet inspirado en Hitchcock, el episodio piloto de la serie de televisión Boardwalk Empire…). Toda la filmografía
del director italoamericano serviría para ilustrarlo, y El lobo de Wall Street no es una excepción. Al igual que en sus
obras maestras sobre la Cosa Nostra, la evolución dramática del protagonista
nos revela que la fórmula redención-traición es una rima consonante lo mismo en
la gramática que en los negocios. Guiados por ese elemento de cuidado llamado
Jordan Belfort, visitamos un paraíso construido a base de excesos, de
corrupción, de chanchullos y de estafas que deviene una caída en picado hasta
lo más profundo de la degradación humana. Y lo mejor es que Scorsese no pierde
su sentido del espectáculo: en vez de largarnos un discurso admonitorio y ceñudo
nos invita a un viaje vertiginoso y farlopero de tres horas que pasan como tres
minutos.
Aparte de las semejanzas dramáticas
entre Jordan Belfort y Henry Hill, El
lobo de Wall Street coincide con Uno
de los nuestros en su caligrafía y estructura narrativa, en su montaje
frenético y en el empleo puntual de recursos como la voz en off o el discurso
directo a la cámara (además de volver a apostar por el rock como música
ambiente, lo cual, en este caso, encaja mejor que nunca).
Scorsese ya tiene en Leonardo Di Caprio
a su nuevo Robert De Niro (ésta es la quinta película juntos tras Gangs of New York, El aviador, Infiltrados y
Shutter Island), y parece que puede
haber encontrado igualmente a su nuevo Joe Pesci en la figura rolliza y
desmesurada de Jonah Hill, que está soberbio, lo mismo que otros que apenas
salen diez minutos pero dejan su huella bien grabada, como Matthew McConaughey,
Jean Dujardin o Rob Reiner.
Si os interesa, id a verla antes de que
alguien os revele esas dos o tres escenas memorables que sin duda se os
quedarán grabadas. Pero lo mejor es que en 180 minutos no hay ni uno solo de
desvanecimiento.
Roma es el escenario de La gran belleza, y aunque se trata de
una ciudad con carisma para valer por un país entero (o por toda una
civilización, de hecho), adquiere a través de la cámara de Sorrentino un cariz
igualmente universal, como un paradigma de este tiempo convulso y
contradictorio, un lugar donde se puede perder el conocimiento por el síndrome
de Stendhal o por el de Berlusconi, donde tenemos a un lado la majestuosidad
monumental del Coliseo y, justo enfrente, el museo de la horterada sublime, el
circo del patetismo VIP, la ridiculez del pretencioso nuevo rico o la
decadencia del viejo burgués, la verbena en honor al Santo Chanchullo celebrada
por una conga grotesca de actores que quieren escribir como Proust o de
prelados carcamales que dan cansinas lecciones de cocina. El rostro
privilegiado para la interpretación de Toni Servillo asiste al teatrillo, a
veces cómplice y a veces hastiado. En vez de un héroe al uso, el protagonista
de esta fábula cáustica es un vividor con vocación de aguafiestas, un escritor
en dique seco y misántropo que actúa como cronista de esa tribu a la que
pertenece, mal que le pese, y por mucho que posea la lucidez suficiente como
para no dejarse embaucar por veleidades seudoartísticas, como esa performance absurda
y pretenciosa que culmina con un testarazo digno de Paquirrín en plena juerga
cabestra.
Cinismo, desencanto y pesimismo pasados
por el filtro de la parodia, y servidos con esa manera brillante de filmar que
posee Sorrentino, un tanto exhibicionista quizá, pero bienvenidas sean las
ambiciones estilísticas cuando están al servicio de los ojos del espectador y
no de onanismos propios de señores que aspiran a cambiar el mundo con su arte.
Una película estimulante con la virtud de divertir y conmover; sales con una
sonrisa de satisfacción cinéfila y, al mismo tiempo, reflexionando sobre si lo
que has visto es una exageración o quizá no tanto.
Hasta aquí hemos llegado
Mientras leía Todo lo que era sólido, de Antonio Muñoz Molina, iba asintiendo
todo el rato como un perrito de aquellos que se colocaban antaño en la bandeja
trasera de los coches, y seguro que se me escaparía de cuando en cuando en voz
alta algún que otro “Claro”, “Eso es”, “Ahí le has dao” o “Eso mismo pienso
yo”.
No sé si es un libro brillante desde la
perspectiva del análisis crítico ortodoxo. Me da igual. No sé si se puede
considerarse ensayo o más bien una extensa columna de opinión. Me da lo mismo.
Como lector, agradezco enormemente un libro así, escrito por un intelectual
pero servido con sencillez y cercanía, al alcance de cualquiera que tenga
interés en repasar por qué estamos como estamos y, sobre todo (importante, eso
sí), que no confunda la opinión con el proselitismo, que tenga claro que el
pensamiento liberal se basa en la aceptación de la discrepancia, y que
contemple como factible algo casi inédito por estos pagos: que se puede cambiar
de opinión de vez en cuando, y que coincidir alguna vez con el punto de vista
de alguien opuesto a nosotros en todo lo demás no nos convierte necesariamente
en traidores. Podemos compartir gustos literarios con un asesino en serie del
mismo modo que podemos discrepar en según qué argumentos con alguien que
profesa la misma ideología política.
El escritor andaluz, asumiendo el
dilema de quien ha de compaginar el reconocimiento de su identidad con un
cierto desarraigo y una creciente decepción, elabora un catálogo en el que cabe
lo mejor y lo peor de lo que somos. Nuestra tendencia a confundir el sentido
del humor con el sentido de la juerga; nuestro testarudo empeño en la bipolaridad
sin posibilidad de matices (forofismo radical en todos los ámbitos de la vida),
la incapacidad para discrepar y aceptar la discrepancia, interpretando ésta
siempre como amenaza o signo de enemistad o traición; nuestra veneración ciega
y borreguil hacia los políticos y sus partidos, como si ellos fueran los
encargados de validar e imponer las opiniones, cuando en realidad deberían ser
los depositarios de las nuestras; el hecho de que nos definimos mejor por lo
que repudiamos que por lo que apoyamos (somos más antifranquistas que
demócratas, y somos de izquierdas, sobre todo, para que no digan que somos de
derechas, y cuando discrepamos de algo dicho por alguien de izquierdas nos
convertimos automáticamente en fachas, con lo cual terminamos haciéndoles un
favor a los verdaderos fachas); nuestra costumbre de dar más importancia a la
etiqueta que a la sincera opinión, de confundir templanza con tibieza y creer
que la independencia ideológica es imposible; aceptar que los medios de
comunicación sean instrumentos descarados de propaganda y afirmar sin rubor (e
incluso con jactancia) barbaridades como “para que roben los de siempre, por lo
menos que ahora roben estos un poco”; pasar de la utopía de la ciudadanía del
mundo al fundamentalismo geográfico sin opción de abstenerse o disentir; nuestro
desprecio por la cultura o el conocimiento en beneficio de la charlatanería
marrullera y la venta de humo a granel…
Pero, ojo, porque se trata de ser
crítico, y no un vulgar cascarrabias. Tampoco hay que alimentar la inercia
destructiva de aquellos a quienes no se les cae de la boca el latiguillo de
turno (“Somos un país de charanga y pandereta”, “Lo que pasa aquí no ocurre en
ningún otro sitio”, “Tenemos lo que nos merecemos”), porque no es ni práctico
ni saludable, y por ello Muñoz Molina dedica también un capítulo a enumerar
determinados logros históricos y artísticos alcanzados por gente de aquí, que
no todo ha sido oscurantismo y matanzas (por citar un dato, resulta que la pena
de muerte se abolió en España en 1978, antes que en Francia o en el Reino
Unido, por ejemplo).
En fin, que ni patriotismos de opereta
ni complejos de inferioridad. Y una idea por encima de las demás que comparto
con el autor del libro: apreciemos de verdad lo que tenemos y no nos dejemos
engañar por los apocalípticos y los reaccionarios de siempre, porque la culpa
del desmadre no la tiene la democracia (escuchar a algunos tertulianos da grima,
y a otros, miedo), sino los que se valen de ella para mantener lo que les
interesa, esto es, un país dividido eternamente en dos bandos antagónicos y
rivales, y tan acérrimos como las hinchadas de dos equipos de fútbol. Y no es
eso.